12 de mayo de 2010

Glosemática


En los prolegómenos de la cena, el joven Louis Hjelmslev abrió la despensa de su apartamento parisino y comprobó con evidente desilusión que se había quedado sin huevos. Era ya noche cerrada y aquel frío mes de febrero no invitaba precisamente a bajar de compras, si es que a esa hora podía quedar ya algo abierto por las callejuelas del Quartier Latin, donde residía. Tampoco el color casi anaranjado de la mantequilla auguraba nada bueno. Lo que menos le apetecía era cenar en el comedor de Mariette, junto al resto de inquilinos, sobre todo por el sentido inmanentista que el prometedor gramático comenzaba ya a imprimir a sus rutinas, así que agarró un trozo de pan que le había sobrado del almuerzo y empezó a roerlo con sus dientes de conejo (previamente se había decidido a untarlo con un poco de foie que casi por casualidad encontró in extremis en la alacena). Lo cierto es que la última comida del día solía transcurrir en esa línea, para qué engañarnos, unas veces con un poco de saucisson, otras con un trozo de queso cantal. Por supuesto, nunca introducía embutidos en el pan a manera de bocadillo, mezclando forma y sustancia, sino que metódicamente alternaba mordiscos al pan y a la chacina, procurando apreciar por separado los sabores, y se ayudaba en la ingestión con grandes sorbos de agua que le obligaban a rellenar el vaso con una vieja jarra de porcelana que situaba a su derecha.
Cuando hubo concluido la frugal pitanza, recogió la mesa y observó con desgana la correspondencia que se amontonaba en la cómoda del recibidor. Nada le infundía tanta pereza como atender a las misivas de sus parientes y amigos, siempre ávidos de información acerca de su aventura parisina. Pero la intensidad de su dedicación a los estudios en esta nueva etapa no le dejaba hueco en su apretada agenda académica. Sólo eso explicaba que llevara casi un mes sin meterles mano.
—Jeg lort på den lille havfrue!* —exclamó en un danés casi desestructurado.
De cualquier modo ya iba siendo hora, así que resolvió armarse de paciencia, agarró la pila de cartas y fue clasificándolas sobre la misma mesa en la que había cenado. Inicialmente distinguió dos planos: las académicas y las personales. Luego tomó estas últimas y decidió que antes de abrirlas debía diferenciar otros dos planos: las cartas familiares y las cartas de amigos. No se apresuró en absoluto a usar el abrecartas, ni mucho menos, sino que seleccionó el grupo de misivas de sus amistades y de ellas entresacó las que correspondían a Maiken, sin duda una mujer especial en su vida, algo más que una simple amiga. Claro que, a decir verdad, de ella únicamente había recibido una solitaria aunque prometedora carta.
Prosiguió a continuación con el resto de la correspondencia, haciendo diferentes montoncitos: cartas académicas de Francia, cartas académicas de Lituania, cartas académicas danesas, cartas del Círculo de Praga, cartas de familiares directos, cartas de sus padres, y así hasta que llenó la mesa de montoncitos de sobres sin abrir. Pensó también que no sería mala idea considerar una relativa secuenciación diacrónica a la hora de leerlas, y decidió disponerlas en orden cronológico, situando en la parte superior de cada grupo la carta más antigua. Eso le obligaría a examinar con minuciosidad la fecha de los matasellos de montón en montón al iniciar la lectura. Observó con interés que se producía una progresión descendente en número de cartas conforme avanzaban las fechas, pero se resistió internamente a formular una teoría al respecto. Aún le pesaban en la moral las lecciones de verano que su padre, el reputado matemático Johansen Hjelmslev, le infligía mientras sus amigos andaban ya de merienda o viendo a los veleros atracar en el puerto de Copenhague.
Cuando al fin se paró a contemplar con indisimulada satisfacción los montones de cartas ya perfectamente ordenados, comprendió que había llegado el momento de iniciar la apertura secuenciada. Seleccionó la más antigua, procedente de un lingüista lituano de la Universidad de Vilnius, y palpó el sobre: debía de contener unas diez cuartillas, por lo menos. El rostro de Louis reflejó un evidente desánimo, acabó contradiciendo sus propias premisas, y en lugar de comenzar por el lingüista, la solitaria carta de Maiken captó su atención desde una esquinita de la mesa. Se dejó llevar en el último instante por un súbito impulso y no pudo resistirse a abrirla dando un malicioso salto a lo largo del eje diacrónico. Sin embargo, su ilusión se quebró al toparse con la siguiente noticia en el plano del contenido:
“Frederik me ha propuesto matrimonio. Si consigo que mis padres lo aprueben estoy dispuesta a aceptarlo. ¿Y a ti? ¿Cómo te va por París? ¿Has conocido ya a alguna francesita interesante?” Leyó en un susurro casi inaudible.
Una congoja íntima se le concentró en la garganta, y ya no tuvo más fuerzas para seguir abriendo cartas. Se apoderó de él la idea absurda de que si no se hubiera saltado sus propias reglas, el mensaje de Maiken quizá hubiera sido otro.
Aquella noche, mientras intentaba conciliar el sueño, tomó forma en su mente una nueva concepción de la gramática centrada en los aspectos formales de los sistemas lingüísticos. En un principio había pensado denominarla “Grammaiken”, pero al final, llevado por cierto impulso revanchista, eligió una raíz griega y optó por el nombre de “Glosemática”.
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N. del T. *Jeg lort på den lille havfrue!: ¡Me cago en la sirenita!

9 comentarios:

chica pastiche dijo...

la descripción de la heladera del joven Louis Hjelmslev me recordó mucho a la mía propia.

triste, triste es la heladera del que vive solo...

saludos, señor!

Lucía dijo...

"Jeg lort på den lille havfrue!"
Qué me ha hecho reir la frasecita.

¿Y de verdad le ocurrió esta historia a Hjemslev?

¿Y has visto Elev qué chica más mona es esta Pastiche? Sí, seguro que ya la has visto.

Elevalunas Ecléctico dijo...

Claro que he visto a chica pastiche. Es una de mis últimas devociones. Bienvenida, Pasticha, póngase cómoda.

Lo que cuenta esta historia si no es cierto está basado en datos reales (de alguien que le conoció muy bien). Cuando Ernesto Reina vivió en París, allá por finales de los 60, residió unos dìas en la misma casa de huéspedes (por llamarla de algún modo) que habitara el padre de la glosemática muchos años antes. Aquello llegó a ser en su tiempo un auténtico nido de lingüistas.

DC dijo...

He respondido a tu pregunta a través del correo-e.

chica pastiche dijo...

(Je me pongo coloreux)

Anónimo dijo...

Me quedo con la intriga de lo que diría la carta del lingüísta lituano.

Elevalunas Ecléctico dijo...

Habría que determinar primero quién era ese lingüista lituano, creo yo. Es poco probable que se tratara de Zigmas Zinkevičius, pues en 1926 contaba con sólo un año de edad.
Menos probable aún es que fuera Kazys Buga, ya que cuando Hjelmslev se trasladó a París llevaba ya un año fallecido.
En cualquier caso me parece interesante apuntar que Lituania fue la tierra de los godos, y que su idioma, por tanto, tuvo gran influencia en el nacimiento del castellano. La carencia del fonema "f" en el idioma lituano causó su pérdida en las palabras latinas que llevaban la "f" como sonido inicial, así "facere" se convirtió en "hacer", los "filios" que tuvieron pasaron a ser "hijos" y, lo que es más curioso, se sabe que los godos en lugar de "follar", lo que hacían era "hollar" y, como además tenían tendencia a la diptongación, dejaron "huella".
No me sorprendería que esa carta que Hjelmslev recibió de Lituania tuviera alguna relación con este tema.
Simpáticos los godos.

Maritoñi dijo...

Genial. Me ha encantado. Además tengo mucha relación con la lengua griega.
Saludos

Elevalunas Ecléctico dijo...

Seguro que esa relación es muy fructífera, Maritoñi. La lengua griega puede ser tan húmeda como las gotas de rocío.
Bienvenida al mundo de los impulsos.